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APRENDIENDO A MORIR: La forma de vida de algunos jóvenes en Lima (y en algunas ciudades del país)

Publicado: 2015-10-25


Una música repetitiva suena en sus oídos. Colores, cuadros, rayas, luces cubren el cuerpo delgado, curvo, de un muchacho con mirada esquiva y de palabras reducidas, simples, cortantes. Un moño encima de la cabeza. Una terminación roja o amarilla en el cabello complementa el color morado del maquillaje que resalta las pestañas ennegrecidas por el rimel de una muchachita que muestra su figura mal alimentada utilizando prendas cortas y coloridas. 

Ambos recorren la ciudad buscando la alegría que no encuentran en casa, forzando la sonrisa y exagerando su presencia a los demás. Cuerpos sentados en salones esperando el recreo o la salida para conversar de la pelea nocturna, del beso arrebatado y la caricia hecha a la nueva conquista, del gol del jugador o del orgullo conquistado a piedras rompiendo lunas y cabezas en barrios ajenos. Alejados de la limpieza y el orden, vagan por la vida anhelando ser el “más respetado” o la más “positiva” y narrar a nuevas generaciones sus hazañas, sus logros.

El arte de la palabra es crucial, la capacidad de engaño es importante y la huida, el escape, el recurso más usado. Las aprendió de la vida para burlar la ley y vender el caramelo, para ocultar la tristeza por las carencias o evitar el dolor por el maltrato y la humillación del padre hastiado de trabajo y alcohol.

La esquina se convierte en su verdadera escuela y escucha, aprende, la viveza del que robó el celular, del que estafó al vecino o del que sacó del camino al que le “serruchaba” a la “flaca”. Aprende que no hay límites para su placer y que cualquier chiquilla de colegio puede ser un trofeo interesante. La seriedad está casi ausente en su vida, pero llegan chispazos de ella cuando aparece el posible embarazo de la quinceañera o la persecución por el barrio ajeno.

Carente de afectividad, busca el cariño en cada ilusión pasajera que aparece en una tarde de esquina o en una noche de fiesta. Enamorarse para ellos no es un proceso, es una urgencia que busca cubrir como sea, es decir, engañando, golpeando, entregando todo, hasta su equilibrio, y sufre, se desorienta, enloquece y ve en la botella su salvavidas.

El futuro no es un tema preocupante, el “ya se verá” es la palabra mágica que borra la angustia, que lo ayuda a sobrevivir, y se entrega al momento. Cuando es adulto y trabaja, el fin de semana y la fiesta se convierte en la meta y prepara todo para ello. Sacrifica su vida por ese momento de libertad y se adecúa a las jornadas de 10 ó 12 horas, que las siente dolorosas, molestas, pero soportables a cuenta de que el billete llene el bolsillo y salga y compre y baile… y aparece el “causa”, el amigo de aventura, de juerga, de chacota, y organizan encuentros para contar la anécdota que lleva a la cantina, al licor, y en la mesa reducida aparece la risa, el abrazo, la sinceridad, clavada en el fondo por la explotación y de golpe, casi sin pensar, brota el dolor, el llanto, que se repite en las mesas del huarique y aparecen los recuerdos del maltrato y fluyen los detalles del despido, del golpe del policía, del hambre cuando niño, de la frustración, ¡y ruge! fluye una atisbo de rebeldía y grita, maldice. En medio de la turbación del licor reconoce la injusticia, pero observa a su alrededor y se sienta, porque ve el mundo muy grande y él se siente sin fuerzas, aislado… levanta la copa y bebe hasta el nuevo día.

Así transcurre la vida de nuestro joven del pueblo. Así se carcome la vitalidad de un país por los problemas derivados de la explotación y la pobreza. 

La delincuencia no es más que la consecuencia y las leyes (la policía) el paliativo.


Escrito por

Carlos Sandoval

Sociólogo.


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